Esas malditas pantallas
ANDRÉS HISPANO - 05/01/2005
Las pantallas reflejan luz y atrapan sombras. Desprenden ilusión y reciben ira. Su mala reputación la deben a su capacidad para encender nuestra imaginación. Así de sencillo.
Pasa con el cine, con la televisión y con los videojuegos. Las pantallas están ya impregnadas de una culpa que las hace aún más golosas. Algo todavía perceptible cuando uno va solo al cine. Tampoco nos gusta que alguien entre en la habitación y nos descubra viendo la televisión, una de las dos cosas peores que ‘hacer nada’.
En 2002, el gobierno del Partido Popular, a través del Instituto de la Juventud (Injuve), encargó un informe sobre los jóvenes y los videojuegos a la Fundación Ayuda Contra la Drogadicción. Remitir el encargo precisamente a esta fundación ya da una idea de los prejucios y la ignorancia que presidían sus objetivos. El único pecado reconocible de estas pantallas es el del sedentarismo que generan. Un crítico de cine es un tipo que ha pasado demasiadas horas sentado, de eso no hay duda.
Pero seguimos valorando más todas las aventuras que ha visto ese crítico que las aventuras vividas por un excursionista, así que este sedentarismo no suele capitalizar las críticas.
Los niños han sido, en cualquier caso, un elemento de polémica constante en esta fricción contra las pantallas. La población infantil se ha sentido siempre atraída a ellas, quizás por el relax que proporciona la ‘suspensión de la incredulidad’, desactivador crítico sin el que no nos ‘introduciríamos’ en las ficciones. Pero esta relajación, que nos hace más vulnerables a mensajes comerciales y políticos encubiertos, tampoco parece ser un problema.
La obsesión en estas intermitentes cruzadas suele ser la de ‘aquello que se puede mostrar’ sin herir la sensibilidad o la formación de los más jóvenes. Naturalmente, una vez se consigue que sean eliminados los pezones, los insultos y los charcos de sangre a ciertas horas de emisión, el principal problema se revela intacto: ante la televisión, la entrega del espectador roza el abandono absoluto. Las posturas que adoptamos en el sofá van del éxtasis al desparrame. Por dentro y por fuera. Esta forma de parálisis puede resultar antiestética, agradable y hasta útil. Dejamos a los niños ante la televisión y ellos nos dejan tranquilos durante un rato. Pero un televisor no es un educador, ni un ‘canguro’, ni siquiera por muy bueno que sea el programa emitido. Y, como un moderno Hamelín, la televisión se cobra el servicio llevándose a los niños un poco más lejos de nuestra influencia. El fantasma de esta amenaza, que se desvanecería con simple actividad ‘real’, ha determinado el culpable de que no se hayan hecho los deberes: el programador. Pero podemos probar la injusticia de este dictamen considerando esta improbable situación: si la televisión fuera buena, si su programación fuera creativa, entretenida y edificante (vamos, si fuera ‘imperdible’), el problema sería el mismo, si no mayor.
Las pantallas nos reflejan más de lo que creemos. Los videojuegos son violentos porque ya no podemos tirar una piedra contra un cristal o cazar gatos para martirizarlos, que es lo que se hacía cuando los niños todavía jugaban en las calles.
Las pantallas no son perniciosas por reflejar esta parte de nuestra imaginación, si no por que no hay nadie cerca para acotar el tiempo que se les dedica.
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